La noche del sábado fue ruidosa en Camprodon. Un centenar de manifestantes agitaron cencerros para protestar contra las prácticas de acoso inmobiliario que se dan en su entorno, etiquetadas como mobbing rural. El acoso a inquilinos que viven de alquiler en un inmueble revalorizado empezó a ser llamado mobbing inmobiliario a finales del siglo pasado, por analogía con el acoso laboral, o mobbing a secas. La exportación de este anglicismo al mundo rural podría parecer exagerada, pero si analizamos las causas que provocan el cierre de cada vez más granjas constataremos que no lo es. La construcción de segundas residencias comporta conflictos dignos de figurar en la antología del disparate. Urbanitas con ínfulas bucólicas se compran una segunda residencia en un entorno rural y, al poco, descubren que las idílicas fotos que les sedujeron tienen banda sonora y olfativa. Es decir, que los pajaritos cantan, las nubes se levantan y el sol se pone cuando llega la noche, pero los gallos suenan antes que el despertador, las vacas mugen cuando les apetece y el estiércol apesta siempre. Ai, carai!, que diría Capri. ¿Qué hacer ante unos hechos tan inesperados? Pues quejarse, claro. Batallar por sus derechos ciudadanos como jabatos, embroncarse con todo quisque y convertir su nueva casa en causa, llegando a los tribunales, si cabe. Esta semana ha trascendido que una sentencia judicial obliga a cerrar una granja avícola regentada por un joven empresario en un pueblo de la Segarra. Le denunciaron unos vecinos que pasan allí los fines de semana. Adujeron molestias auditivas y olfativas, inherentes al reino animal, y el juez les ha dado la razón. Considera que la explotación avícola es industrial y que, por tanto, debe estar fuera del pueblo. El acabose. ...