Vidas estruendosas en la sorda civilización del ruido
Marcelo A. Moreno
Una reciente predicción postula que hacia el 2050 el 75%
de la población mundial vivirá en ciudades, en especial en megalópolis como
Buenos Aires. Es decir, en medio del ruido.
Porque los habitantes
de las grandes urbes no sólo estamos inmersos en el estrépito sino que lo
buscamos con sediento denuedo, con saña. No nos bastan los escapes de los
colectivos, el tronar de las motos, el fragor de los camiones, el uso más o
menos criminal de la bocina. No, no nos conformamos con los malsanos sones de
las obras en construcción, las sirenas, las frenadas, el paso más o menos
demoledor de trenes, subtes o aviones, que hacen temblar hasta los dientes. No,
como adictos consumados más, necesitamos una dosis más.
Los espacios que
están más o menos a salvo de estos cotidianos atentados contra los tímpanos, en
general se llenan de música o de lo que así se autodenomina, con premeditada
injusticia satánica.
Es muy difícil entrar a una casa o a un
departamento y que no esté prendido algún aparato que produzca alguna clase
de rumor, canción o ruido. Puede ser la tele, la radio, el video, el DVD, el
equipo de audio, la computadora, en fin, el lavarropas. Pero lo cierto es que
resulta inconcebible un hábitat eximido de algún estruendo artificioso, más allá
de los sonidos humanos, animales o aquellos que dicta el clima.
Pero
también es infrecuente meterse en un auto y que no esté activado el audio. Lo
mismo ocurre con los micros. Y los aviones comerciales también están
musicalizados, los bares, ni hablar y hasta hay restoranes con música de fondo.
Y no son pocos los comercios que también suenan, algunos incluso para atraer
clientes. Y no me refiero a pubs, boliches o discos. No, a negocios comunes y
corrientes, pero "con onda". Falta nomás que a las comisarías, heladerías,
ferreterías y farmacias les pongan audio.
Y ciertos lugares llamados
al silencio, por respeto, ceremonia o atención necesaria, como templos, cines y
teatros hoy son sitios donde suenan celulares que deberían estar
apagados.
Quizá la nuestra sea una civilización del ruido. Y así
vivimos como en una película, en donde hasta las escenas más triviales se
acompañan de melodías. Por eso nuestros mismos recuerdos muchas veces
resuenan. Siempre algo está sonando. El silencio hoy para nosotros tiene el
rostro de la utopía.
La imposibilidad urbana hoy sería estar solo en
el campo, oyendo solamente los sonidos de la naturaleza. Esa situación que,
de haberse podido prolongar un tiempo, según sostenía el gran ¿filósofo? criollo
Macedonio Fernández —de quien Borges fue devoto discípulo—, a él le hubiese
permitido resolver los enigmas del universo.